lunes, 9 de noviembre de 2009

::LAS AVENTURAS DE LA NINFA APOCALÍPTICA - INTRODUCCIÓN::

Aquella complaciente niña no quería que nadie entrase en su habitación a menos que la intrusión fuese por completo imprescindible para su subsistencia; así de sencillo. Se llamaba Ana y tenía apenas doce años; vivía con sus padres Juan y Alfonso y tenía un hermano mayor, poco mayor, que no entendía para nada la extraña actitud de su pequeño amor. A veces subía al cuarto piso del castillo, cuando se aburría de jugar solo con sus muñecos, para espiar a la inocente Ana y, en caso necesario, irrumpir de manera descarada en su también inocente intimidad. Pero la mayor parte de las veces se limitaba a observar por las diminutas rendijas de la podrida puerta cómo su hermana se desnudaba en el centro de la circular habitación y allí mismo, de pie, leía en voz baja el último libro que sus padres habían tenido a bien en subirle con la comida correspondiente a cada hora del día. Ana podía pasarse horas y horas leyendo, sin moverse apenas, hasta que acababa lo que tenía entre manos o hasta que sentía apetito y picaba algo del plato que ponía a sus pies. No pasó demasiado tiempo hasta que el imberbe Aquiles, tres años mayor, dejó de interesarse por sus juguetes y comenzó a dedicar la totalidad de su tiempo libre a estudiar el comportamiento de la bonita Ana.

Juan y Alfonso debían saber cosas que el joven ignoraba, pues no parecían apreciar problema alguno en la actitud que la niña mostraba desde hacía aproximadamente unos dos años. Estaban la mayor parte del día encerrados en la biblioteca de los sótanos, tal vez decidiendo qué libro subirle a la niña de sus ojos, o tal vez también, sospechaba Aquiles con inusitada certeza dada su pronta edad, investigando los placeres de la misma carne. Sólo Dios lo sabía. Pero por el momento el joven valiente continuaría vigilando a su corazoncito para así asegurarse de que nada malo le sucediera durante su encierro.

Así pues, cada día al despertar y después de desayunar con sus padres, después de que estos se apartasen de su hijo para encerrarse en la biblioteca, después de recoger la mesa en la que habían comido la carne de ciervo, y después de asegurarse mediante profundas reflexiones de que nada malo hacía en espiar a su hermanita día tras día, subía corriendo las escaleras de caracol hasta el cuarto piso y se sentaba delante de la puerta de la habitación de Ana dispuesto a cuidarla pasase lo que pudiese pasar.

Cierto día, transcurridos cinco años de apurada monotonía, Aquiles llegó más tarde de lo habitual a su eterno lugar de expectación, sillón ya establecido en el lugar adecuado para descanso apropiado de sus posaderas, y apreció con miedo cómo su bella hermana, ya despierta y de pie en el centro de la habitación, desnuda con un nuevo libro en las manos y con un plato de sopa fría de la noche anterior a sus pies, murmurando su lectura como si leyese para un amigo invisible y muy muy cercano, miraba directamente hacia el lugar en el que Aquiles llevaba esperando desde hacía tanto tiempo.

En realidad nunca había dejado de hacerlo; Ana siempre supo que su hermano permanecía en el mismo lugar todos los días y sólo leía para él, se desnudaba para él y vivía por él.

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