lunes, 26 de octubre de 2009

::EL HIJO DEL ABOGADO::

Juanjo no sabía qué hacer; no tenía ni idea. Es decir… sí lo sabía; vaya si lo sabía; en realidad conocía exactamente cuales eran los convenientes pasos a dar en la desconcertante situación que tenía entre manos. No es que lo hiciera otras veces , pero la escena que se abría ante sus ojos le resultaba muy familiar; demasiado, en realidad. Quién iba a decirle, hacía ya veinte minutos, que si se decidía a secar la ropa en la secadora comunal se encontraría con todo aquello.

Parecía que había decidido bajar al sótano mucho más tiempo atrás.

En absoluto le disgustaba su habitación de la residencia de estudiantes: había pedido una habitación individual al empezar la carrera (le gustaba demasiado su propia intimidad como para compartirla con alguien más que consigo mismo) y allí se había acomodado a placer para su primer año. Los apuntes y los libros de leyes ocupaban la mayor parte del espacio de la mesa de estudio (junto con algunas zonas más del espacio circundante), mientras que el resto de la habitación contenía una pequeña mesa para el ordenador portátil, una torre para discos compactos, una cama de ochenta y una estantería de metal ondulado colgada de la pared, sobre la que descansaban algunas novelas y cartones de tabaco al lado de un par de mal colocados refrescos calientes posiblemente caducados.

Aquel Domingo no había hecho nada en todo el día: se había despertado al mediodía y había bajado al comedor para comprobar si habían quedado algunos restos de comida sin servir; picó algo y (no muy convencido) salió a pasear, justo hasta el momento en que se dio cuenta de que no llevaba el tabaco encima, regresando entonces, casi al instante, a su tan querida habitación.

Por la tarde, entre cigarro y canuto, había visto una película en el ordenador (una basura underground que había bajado de internet cierto día de poca inspiración), se había cascado un par de pajas de las buenas con una joya audiovisual pornográfica de los años cincuenta, logró acabar con uno de los refrescos calientes… y ni siquiera bajó a cenar con sus compañeros, quedándose medio dormido sobre el camastro con Deep Purple de fondo, sonando desde el ordenador.

Se despertó más tarde, sobre la medianoche, y en seguida se dio cuenta (quien sabe por qué tipo de rápida sucesión de pensamientos) de que tenía toda su ropa en las lavadoras comunales desde el sábado por la tarde; tendría que bajar; tendría que pedirle las llaves de la lavandería al conserje que se quedase aquella noche de guardia (insistirle en que, por favor, le dejase secar y recoger la ropa; que era importante; que sí, que lo sentía…); tendría que pasar la ropa de las lavadoras a la secadora; tendría que meter un par de monedas para que ésta emitiese su habitual ronroneo y tendría que fumarse un par de cigarrillos mientras esperaba que todo acabase. No era realmente un coñazo pero no le apetecía demasiado. Se lo pensó una y otra vez, y acabó bajando, más que por secar la ropa, por salir un poco de la habitación en la que había permanecido toda la tarde.

Una vez en recepción, la encargada (en esta ocasión le había tocado pasar la noche a Clara, , todavía de muy buen ver, según Juanjo; con unas tetas la ostia de turgentes y unos labios que…, y una persona muy agradable, por otra parte) le dijo que sin problema: que la lavandería estaba abierta (Clara siempre era muy amable con Juanjo, y lo que se estaba buscando, a ojos del muchacho, era que a la menor insinuación por parte de ella, se la follase el joven como nunca lo habían hecho ni el cornudo de su marido ni el imbécil del director); que acababa de bajar Sonia Hidalgo hacía nada, ahora mismito; y que cerrásemos las puertas una vez dentro, para no hacer ruido, porque la mayor parte de la gente en la residencia a esas horas estaba durmiendo.

Y Juanjo bajó al sótano.

- ¡Coño! La Sonia… - Se le escapó entre dientes mientras bajaba las escaleras.

Sonia era la tía más cachonda (y más calientapollas, sin duda alguna) de toda la puta residencia: estudiaba derecho, (como el, aunque ella no perteneciese a una familia históricamente relacionada con la abogacía), y estaba ya en tercer curso, donde aún sin quererlo se traía a todos los tíos de calle. Aquellas tetas tan jodidamente perfectas nublaban la mente de Juanjo (y no sólo de Juanjo), quien, cuando se cruzaba con ella en cualquier lugar (ya fuese en la cafetería de la facultad, en la biblioteca o en la penumbra del salón de actos), no se limitaba a emitir un simple saludo (¡hola!), sino que lo acompañaba con unas miradas para nada sutiles, dirigidas hacia los pechos de Sonia, las nalgas de Sonia, la cintura de Sonia, las piernas de Sonia…

Sonia, Sonia, Sonia…

Al llegar a la puerta de la lavandería, Juanjo apoyó su cabeza contra la puerta intentando descubrir algún tipo de sonido (¡a saber qué esperaba escuchar Juanjo! Tal vez un leve y acompasado jadeo, el de Sonia masturbándose acurrucada en una esquina, o quizá los ahogados gritos de Sonia follando con alguno de los encargados de la residencia, o mamándosela, es posible, a algún afortunado estudiante de quinto curso…), pero únicamente percibía los rumores sordos de una de las tres secadoras funcionando; al parecer las lavadoras estaban apagadas.

- ¡¿Pero qué coño estoy haciendo?! - Se dijo, tal vez demasiado alto. - …Ya soy mayorcito como para escuchar detrás de las puertas. - Concluyó, en un tono mucho más cauto.

Así que abrió, aunque con cuidado de no hacer ruido. Sonia estaba en la sala (un habitáculo muy pequeño de apenas cuatro por cuatro metros, de techo muy bajo, con la puerta de acceso y otra entrada reservada al personal de limpieza de la residencia) pareciendo no darse cuenta de la intromisión de Juanjo; quieto; dispuesto a admirarla desde aquella posición el mayor tiempo posible.

Sonia llevaba puestas unas mallas cortas (de medio muslo) y ajustadas que le marcaban el culo como nunca había visto Juanjo en sus veinte años de vida; un culo redondo, perfecto, seguramente duro, pero no demasiado, soportado por dos bellísimas y sensuales piernas; tensas; suaves; ahora apenas semiabiertas…

Y siguió subiendo con la mirada:

Una camiseta corta; blanca; ajustada; con las palabras “YO TE CALIENTO” escritas en la espalda; con la cintura al aire… Será puta… seguro que si la tocaba no se dejaba.

La muy zorra debía estar buscando algo en la parte de atrás de una de las secadoras y estaba a punto de agacharse. Justo antes de hacerlo y quedar de rodillas del frío y duro pavimento, intentando colarse entre dos secadoras para recuperar cualquier cosa, Juanjo se había acercado sin hacer ruido hasta colocarse, también arrodillado, justo detrás de Sonia.

Precisamente aquella era la situación en la que no sabía qué hacer; no tenía ni idea. Es decir… sí lo sabía; vaya si lo sabía; en realidad conocía exactamente cuales eran los convenientes pasos a dar en la desconcertante situación que tenía entre manos. No es que lo hiciera otras veces , pero la escena que se abría ante sus ojos le resultaba muy familiar; demasiado, en realidad. Quién iba a decirle, hacía ya veinte minutos, que si se decidía a secar la ropa en la secadora comunal se encontraría con todo aquello.

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