jueves, 31 de diciembre de 2009

::EL TRAJE DE LOS DOMINGOS::


- ¡Carolina! ¡Despierta Carolina! ¡Vamos!

A esas horas de la mañana sólo Rosa, la madre, estaba despierta, y lo único que le preocupaba preparar el habitual, completo y apurado desayuno para toda la familia. Además, ese domingo deberían estar todos bien presentados para ir a la iglesia y recibir más tarde a la tía Ángela, que llegaba de la capital para quedarse tres o cuatro días.

A todas las criaturas de la casa les encantaba la tía Ángela: A Raúl, el más pequeño, siempre le traía algún juguete de esos que no hay en los pueblos y que sólo se consiguen si vives en la ciudad y puedes permitirte el gasto; a los gemelos, Pablo y Luís, les obsequiaba insistentemente útiles artísticos para sus cada vez más frecuentes dibujos y pequeñas pinturas. Por otra parte, mientras el joven Carlos solía recibir partituras para la guitarra que años antes la tía Ángela le había regalado, la bonita Carolina tenía su armario repleto de los vestidos que a lo largo del año su querida tía le había ido proporcionando.

- ¡Carolina! - La pobre Rosa se estaba poniendo muy nerviosa por momentos, y tras entrar en la habitación de la pequeña con los brazos en jarra y actitud despótica, abría de par en par la ventana para despejar del todo el pesado sueño de su hija mientras de su garganta continuaban brotando las habituales explicaciones vespertinas - ¡Carolina! Tus hermanos están todos en la cocina, acabando el desayuno. Date prisa y baja, que tenéis que vestiros todos para la iglesia y esta vez hay que ponerse guapos para comulgar y confesaros. Venga; date prisa; siempre llegamos tarde por tu culpa. ¡Venga arriba! ¡Arriba!
-Pero mamá… - murmuraba - un poco más… déjame dormir un poquito más…

Carolina, como siempre mediante súplicas, esperaba de las cosas más de lo que solía obtener.

Poco después todos los pequeños y la noble madre habían acabado de desayunar y estaban casi preparados para asistir al templo como habían hecho todos los domingos desde hacía tanto tanto tanto tiempo que no podía ninguno de ellos recordar cuando habían comenzado a hacerlo.

Pero Carolina no quería ponerse el vestido rosa que su madre había elegido para aquel día.

Aquel elegante vestido se lo había traído la tía Ángela la última vez que había estado con ellos en el pueblo, y todavía no lo había estrenado. Con sus infinitos lazos de colores cálidos y apagados en tonos pastel y con el cuello babero muy típico de celebraciones religiosas como bautizos, comuniones, etc…, la simple visión de aquel vestido terminaba por provocar en la dulce Carolina más de cien terroríficos pensamientos. En la cabeza (y siempre según el canon del inquietante atavío), debían descansar dos lazos exactamente del mismo tipo de tela, brillo y color que el resto del vestido (de obligada colocación por manos expertas y decididas), sitos a ambos lados de la cabeza de la víctima; el conjunto, como guinda final, incluía zapatos de charol con unos de los calcetines blancos de ganchillo más horribles que la abuela Felisa había realizado jamás.

-¡¡Mamá!! - Carolina estaba profundamente decidida a no ponerse el vestido pensase lo que pensase su tiránica madre - ¡Mamá! No pienso ponerme este vestido. ¿Por qué no puedo ponerme el azul clarito? ¡Este no me gusta nada! Es horrible… ¡y da miedo!... ya está decidido: ¡No me lo pongo!

Desde pequeñita Rosa siempre había estado convencida de algo: los hijos nunca debían perderle el respeto a los padres, y la pequeña Carolina cada vez más habitualmente contradecía a su madre en cualquiera de las decisiónes que esta tomaba. ¡No le obedecía en nada! ¿Cómo que no quería ponerse el precioso vestido rosa que había encargado a su hermana? ¡Si era precioso! Tendría que intentar con renovadas energías mejorar el carácter de Carolina… pero desde que su padre había muerto hacía tres inviernos la pequeña había ido cambiando poco a poco. De todas formas: enseguida subiría y la obligaría a ponerse el vestido después de explicarle algunos conceptos básicos sobre autoridad y jerarquía en las familias.

Dicho y hecho: un par de gritos, un par de frases fuertes y un par de cachetes del todo inocentes para que Carolina supiese sin ninguna duda quien mandaba y a quien había que obedecer; al dejar Rosa la habitación de la pequeña (cerrada con llave para que no se le ocurriese salir antes de ponerse el vestido y encerrarse en el cuarto de baño), ésta estaba, entre sollozos e improperios, comenzando a vestirse el bellísimo conjunto.

Mas sin que nadie llegase a advertirlo, cuando todos en la casa estaban acabando de acicalarse para ir a misa y mucho antes de que la pequeña Carolina hubiese terminado de vestirse, el muy dotado de hermosura traje rosa de los domingos, medio enfundado todavía en su cuerpo, acabó por engullirla violentamente haciendo desaparecer para siempre a la bonita e inocente niña que nunca tuvo culpa alguna de lo que acabó por sucederle.

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